lunes, 9 de febrero de 2009


Dentro de todo lo que se escribe hay conciente certeza de que existirán errores. El tan deseado objetivismo no existe. Nuestro yo, experiencias, conocimientos, deseos, moral, etc, todo contamina o, para ser menos derrotista, afecta nuestra vida; por lo tanto, no hay ninguna experiencia pura que pueda salir de nosotros, excepto, una acción de obediencia a Dios en un presente porque, seguramente cuando esa acción pase y la contemos, estaremos poniendo en ella nuestra opinión y demases. Escribo esto para que no se crea que esta es "la verdad", esta es la visión y opinión de alguien que desea poner en palabras las experiencias vividas de un grupo de personas en lo que llamamos iglesia. Lo hago con la voluntad y deseo de ser lo más honesto posible y, a raíz de eso, envio estas letras a quienes, de una u otra forma, han sido parte de esta historia.
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Hay una forma muy simple para definir los cambios: los que se desean y los que no se desean. En el primer caso el síntoma más frecuente es la ansiedad, queremos que las cosas sucedan rápidamente y, tal vez, no hemos pensado en lo que Dios nos depara después de que aquél cambio acontece. En el segundo caso, el síntoma más frecuente es el miedo que viene por nuestra capacidad de imaginar lo que puede o no llegar a ser. El primer o segundo tipo de cambio son sólo eso, cambios, nada más ni nada menos. Somos nosotros, a raíz de nuestras experiencias de vida, los que les agregamos las etiquetas correspondiente de bueno o malo, justo o injusto. La verdad es que no sé si nuestra fascinación por catalogar las cosas le importa a Dios. Para quién se trata de mover dentro de las enseñanzas de Jesús, cada cosa que sucede en nuestra vida, sea o no su voluntad  --voluntad es diferente a control--, se convierte en una ocasión que se debe aprovechar para crecer y llegar a ser como el maestro.

Aquella reunión no varió casi en nada de lo que hacíamos en el otro lugar: canciones, oraciones, reflexiones, la comunión y un sermón; en síntesis, la liturgia completa.  Lo que seguramente variaba era el ánimo de las personas. Mientras unos se sentían más libres, en otros se lograba ver el temor del cambio, de lo nuevo; después de todo, la mayoría se había acostumbrado a estar en un lugar donde nos sentíamos seguros. Me cuestiono qué tan buena puede ser esa seguridad ¿Es una clase de seguridad consecuencia de estar en un lugar cerrado donde nadie molesta y donde quien entra debe llegar a ser como nosotros, un "buen cristiano de domingos? ¿Eso es seguridad? ¿No se parece eso más a un régimen carcelario --de aquellos que vemos en películas-- donde todos se ponen sus trajes a rayas y no se distinguen los unos de los otros? ¿No es esa vestimenta y esa prisión una imagen de nuestro encarcelamiento mental? ¿No es ese mismo traje a rayas con el que se caricaturiza a los locos? ¿No se nos ha tratado de "locos" a los cristianos por ciertas acciones que hasta para algunos hermanos en la fe son incomprensibles? y, por último ¿No habrá sido el enclaustramiento lo que llevo a la gente a vernos como locos, separados de ellos, un mundo aparte con paredes altas?

Al habernos quitado Dios de ese lugar nos encontramos con otro tipo de seguridad, una seguridad que va más allá de sentirnos confiados por tener un edificio donde reunirnos, una seguridad que reside en la palabra misma de que si hacemos la voluntad de Dios, si somos llamados conforme a su propósito, las cosas van a salir bien. No hay lugar más seguro que estar dentro de la voluntad de Dios. Ese es el edificio en el cual debemos habitar, ese es el lugar donde debemos descanzar. En algún momento caí en cuenta que algunos preferíamos que nuestras vidas se parecieran más a un bote que a una casa de reclusión, un bote con las velas extendidas para recibir el viento que va y viene de donde quiere. Hemos extendidos nuestros brazos para decir a Dios: "aquí estamos, sopla y llévanos donde tú y sólo tú quieras". No queremos construirnos un lugar para evitar la interperie, queremos habitar en plenitud el lugar que Él nos dejó para vivir. Después de todo, ni el mismo maestro tenía donde recostar su cabeza pues sabía que, al edificar un lugar, estaría dando pie a quien les seguían para cometer el mismo error que ya habían cometido sus antepasados: creer que sólo en un lugar se puede adorar a Dios. La pregunta cambió completamente, ya no iba a ser "dónde" encontramos a Dios sino que "con quién"se puede encontrarle. 

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